
Entrar estos días por un Bershka, un Springfield o similares significa jugarse el tipo. Uno avanza entre empujones y atropellos, pisando la ropa que ha caído en combate y rebuscando en montañas manoseadas alguna prenda de tu talla. No esperes a ningun dependiente que se acerque a echarte una mano: ya hay uno en la caja para cobrarte, otro en la puerta vigilando que no te lleves nada y uno más en el probador que se encarga de contar las prendas que llevas.
Pero al final conseguimos esa ganga que buscábamos y nos vamos a casa. Mientras nos la volvemos a probar delante de un espejo -hay que ver que guapos somos-, el televisor susurra desde el salón que ya son más de 820 los muertos -más de un tercio niños- en la franja tras dos semanas de bombardeos y una semana de combates. Y lo peor no es que mueran, pensamos, sino que no puedan disfrutar de las rebajas.
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